sábado, 28 de enero de 2006

UNA NOTA DE MI PADRE



Karelín y familia:
Estamos por reunirnos los de por acá, con motivo de los 15 años de nuestra querida Ana Gabriela. Está preciosa y como toda adolescente, llena de inquietudes y contradicciones. Hay que ser un poquito sicólogo para entender a los jóvenes, sobre todo a los que interactúan con compañeros-as de distintas denominaciones, orígenes, razas, idiomas y maneras de pensar (ideologías). Jesucristo manifestó que el principal mandamiento es el AMOR, y en él van englobadas la tolerancia, la paciencia y la sabiduría. Así que nadie tiene que pensar igual que nosotros para poderle amar. Si no, ¿por qué él amó tanto a quienes incluso le torturaron, al hombre y mujer en general, que lo llevaron al calvario y a la muerte? ¿Acaso no dijo él que era más meritorio amar a los enemigos que al hermano o al amigo? Cuando el mundo entienda el verdadero mensaje cristiano cesarán las rencillas, las venganzas, la violencia y habrá paz.

Acabo de escribir un cuento que habla de un mundo utópico, que concluye siendo feliz, basado, precisamente en la tolerancia. Yo creo que nuestra divigulación del evangelio debe de ir más allá de una iglesia, de un círculo cerrado, para que Cristo sea aceptado por todos aquellos que tienen coincidencias, aunque no sean cristianos. ¿Qué le parece?

Seguiremos platicando.

Les ama mucho, su padre.

Carlos Golcher

miércoles, 18 de enero de 2006

Les presento el libro que estoy escribiendo, titulado "LUCHANDO HASTA EL FINAL"





CAPÍTULO UNO:
Con ganas de dormir


José tenía muchos argumentos para no terminar su proyecto de investigación aquella calurosa noche de verano. El emocionante partido de fútbol entre las selecciones de Argentina y Paraguay transmitido en diferido, el cual definiría la medalla de oro en la rama de dicho deporte en las Olimpiadas de Atenas 2004, era uno de esos argumentos. La mirada de José apenas si distinguía los colores de la televisión, pero aún así no quería perderse tan esperado partido. Los ojos brillantes, la sonrisa discreta y el cabello encantador de Rebeca, que adornaban el portarretratos que estaba encima del CPU de la computadora de José, formaba también parte de los suculentos argumentos distractores. Mientras José insistía en dominar el pesado sueño que en repetidas ocasiones le hacía cabecear, teniendo unos audífonos mal puestos en sus orejas, sus oídos apenas escuchaban la enésima canción de Marcos Witt que su reproductor MP3 soltaba sin despiste. El reloj despertador hacía latir los últimos minutos de la noche con sus opacos números semicortados color rojo. Y un nuevo día estaba por entrelazarse con la media noche.

La investigación había sido larga y exhaustiva. Casi dos semanas de desvelos. Los autores más famosos de comentarios bíblicos, exegéticos y teológicos, desfilaban en columnas de cinco y siete libros, algunos de los cuales dormían semiabiertos en el suelo y otros reposaban junto a los lapiceros que estaban regados en el escritorio. Quizás era una legión de libros, o quizás como veinticinco. Lo cierto es que todos estaban releídos. José estaba despierto. Pero también estaba dormido. Y lo único que le hacía falta era ponerle el punto final a su proyecto, lo cual le tomaría un par de párrafos más.

Las cortinas de la habitación estaban danzando descontroladamente y el fuerte viento no terminaba de entrar por las ventanas. El clima de Massachusetts siempre esconde sorpresas. Y aún cuando era una noche calurosa de verano, los vientos fríos y cálidos del Atlántico se adueñaban de algunos espacios de tiempo para crear su propia estación. La nariz de José era considerablemente acariciada por el viento, así como las olas del mar tocan la arena de la costa. El perro de la casa, Bobi, quiso avisar a José de su incomodidad producida por el abuso de dejar las ventanas abiertas. Así que con pequeños gemidos caninos lamió uno de los pies de su dueño hasta cinco veces. Cada lamida equivalía a un gesto de amor mezclado con el instinto animal de querer sentir un poco de menos frío. José fijaba parte de su mirada en sus pies, disfrutando del masaje que Bobi le hacía con sus lamidas. Y otra parte era fijada en el primer gol de Argentina, en los ojos brillantes de Rebeca, en el reloj despertador y en la enésima canción que el reproductor MP3 hacía titilar en su diminuta pantalla. Con todo, entre el calor de esa desgastada habitación y el frío del viento, entre lamida y lamida de Bobi, entre cada minuto de los rojizos números del reloj, entre cada línea escrita hasta ese momento y entre cada latido del corazón, permanecía firme la convicción cristiana de José por terminar su ya complicada investigación.

Mientras José se cambiaba de posición−su escritorio ya no le era útil−, moviéndose como sonámbulo alrededor de sí mismo, tomando ventaja paulatinamente de la comodidad y ubicándose en la cama con una almohada debajo de su cabeza para leer las páginas impresas de su inconcluso proyecto, sus ojos empezaron a ver la orilla de la profunda oscuridad. Era algo así como ver a medias, o talvez como ver borroso. Las letras del prefacio podían distinguirse claramente, pero solamente por períodos de medios segundos. Las rayas verticales celestes y rojas de los uniformes de Argentina y Paraguay respectivamente, ya habían perdido su forma original. Era como vivir la sensación de dormirse mientras se maneja en medio del tráfico de la hora pico. Pero a la vez era como un cerrar de ojos mientras se escucha boca arriba las delicadas notas que desde muy lejos son emitidas por el Sax de Kenny G.

−Hijo, ¿estás aún despierto?−preguntó la madre de José cuando casi llegaba al último escalón de las gradas que conducían de la sala a las habitaciones del segundo piso.

− ¡No hagas ruido Cristy!−agregó Luis, padre de José, mientras se apoyaba en el hombro izquierdo de ella. Supongo que ha de estar muy cansado por tanto escribir−decía susurrándole al oído−. Lleva varios días haciendo lo mismo… ¡Que Dios le ayude!

−Sólo déjame cerrar bien la puerta de su cuarto−dijo Cristy−, pues me parece que está un poco abierta.

Luis pasó de largo yendo hacia al baño, mientras Cristy, que sólo se había propuesto cerrar la puerta, entró al cuarto de José. Caminando lenta y suavemente sobre el viejo piso de la habitación de José, y evitando los rechinidos producidos por sus pasos, ella cerró las ventanas empujándolas con delicadeza. En ese instante Bobi suspiró. Pero ella, con sagacidad, se ocultó detrás de las cortinas tratando de no despertar a ambos.

Tal como solía hacerlo noche tras noche, Cristy emprendió su tarea de invocar a Dios en oración, diciendo quedito: “Padre, te alabo por este día que nos permitiste vivir. Gracias por la salvación que hemos encontrado en tu hijo Jesucristo, por la herencia de la vida eterna que nos has compartido y por el gozo que nos regalas por ser tus hijos. Ahora te ruego −decía− que hagas descansar en paz a mi hijo, tu siervo, y que esta noche tenga un sueño placentero. En el nombre de Jesús−oraba silenciosamente−, poniendo su mano izquierda en la frente de José mientras con esfuerzo alargaba su brazo derecho para quitar la foto de Rebeca de la computadora, −te pido que te quedes con él… Amén.”

Cristy besó ligeramente la mejilla de su hijo. Luego−las madres siempre lo hacen así−cubrió a José con una sábana gris desde el pecho hasta los pies. Y saliendo de la habitación, con un sentimiento de molestia, colocó la foto de Rebeca en una de las gabetas−la de papeles antiguos−que estaba dentro del closet que dividía el cuarto de José con el de ella y Luis.

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−Déjame en paz−gritaba descabelladamente la muchacha de vestido azul. No te atrevas a tocarme ni un solo cabello. Te juro que si lo haces−decía con odio−sabrás quién soy.

−No te estoy haciendo absolutamente nada. No tienes por qué enojarte−replicó el muchacho de cabellera larga. Solamente estoy tratando de explicarte−asiéndola fuertemente de un brazo− que podemos pensar en otra opción antes de cometer una locura. ¡Tranquilízate por favor!

−Vete al Diablo−le grito ella. Yo ya no tengo opciones. No quiero vivir con esta carga el resto de mi vida. ¿Acaso no cometimos ya una locura?

−Sí−contestó él−, pero este carro lo dejaremos exactamente en el lugar donde lo tomamos. Además, yo no lo quise robar, tú me obligaste a hacerlo. Yo sólo te estoy diciendo que pensemos bien lo que vamos a hacer.

−¿Pensemos bien?−exclamó ella con tono de burla. ¿Qué clase de tonta crees que soy?

−No me grites−dijo él.

Ella escupió en la alfombra del carro, junto a sus pies. Sacó las gafas oscuras que estaban en el bolso que llevaba en sus piernas y poniéndoselas dijo:

−¿Y tú quién eres para decirme que no te grite­?
−¿O acaso te crees más que yo? −preguntó.

−Ahh, mujer, has perdido la cabeza−respondió−viéndola de reojo. Eres la mujer más terca que he conocido en toda mi vida.

Durante los siguientes quince minutos se quedaron callados. Él manejaba nervioso rumbo a la calle Watson de Somerville. Y ella−sudando en frío−miraba desconsolada a través de la ventana empañada por el calor el movimiento de la gente que caminaba por las calles de Boston. Él se perdía por momentos en la ciudad−con hecho pensado−para alagar el tiempo, con la esperanza de que ella cambiara de opinión. Lo último que él deseaba era llegar al edificio de apartamentos número 137. Inevitablemente, sin embargo, encontraron la dirección. El sudor había empapado el recorte del papel que ella llevaba en su mano derecha desde hacía más de una hora. Extendiendo la temblorosa mano, leyó el arrugado papel por última vez en voz alta: “Sólo pregunte por doña Rosa en el apartamento 15, del 137 de la calle Watson”.

−¿Estás segura?−preguntó él con la cara pálida y asustada.

−¡Vamos! Busquemos a esa señora −dijo ella cabizbaja y con lágrimas en sus ojos.

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